Desde que había escuchado el relato de Leonora Carrington (que un día muy raro su madre le leyó) y cogía la bici, echaba de menos tener una larga melena llena de murciélagos y mariposas.
–¿Cuándo vuelves? –gritó María.
–Luego –contestó Bella, que había adoptado el mote de Scout porque no quería tener nada que ver con ese asunto tan penoso de ser una niña.
Empujó la bici y de un brinco se lanzó a pedalear por el camino. Aún no sabía hacia dónde.
El cielo estaba azul claro puro, su bici era naranja y la velocidad, la libertad de movimiento, la inundó con su alegría.
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Se había encaramado al grueso muro, después de acariciar el musgo oscuro y claro que crecía en algunas de las piedras. Se sentó con las piernas estiradas en el tramo del tejo, debajo de una rama que parecía un toldo. Su cuerpo quedaba tapado por el tronco desde dentro. Pero si alguien hubiera mirado hacia allí habría visto, asomando por la parte derecha del árbol, unas zapatillas deportivas, sucias y pintarrajeadas, y los bajos de un vaquero deshilachado.
“¿Saldrá el viejo?”, pensó mientras le quitaba la corteza a un palo con sus finos y nerviosos dedos, y lanzaba miradas furtivas hacia el jardín echándose un poco para atrás.
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La mansión estaba a las afueras del pueblo, en una amplia colina ventosa, a la que Scout le gustaba ir para volar su cometa.
No eran sólo los muros que la protegían, y aquel jardín inmenso y salvaje. A Scout la fascinaba el viejo.
En el pueblo temían a este hombre, y cuando él lo visitaba para abastecerse de vituallas, la gente se apartaba y vigilaba, como se hace con los peligros.
A Scout no le daba miedo porque sólo sabía lo que veía, y sólo veía a un viejo gruñón y a un montón de gente idiota.
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“¿Me marcho o salto dentro?” Sentía siempre ganas de colgarse de la rama, lanzar las piernas hacia las partes más firmes y llegar al tronco para dejarse caer en el recinto. Pero aún no se había decidido. Llevaba meses observando al viejo cuando se sentaba en un banco de piedra del jardín a leer, o a estar ahí, pensando o no pensando, apoyado en su bastón, serio o tranquilo.
Quería acercarse y sentarse a su lado.
“Me voy”, pensó. Saltó de lo alto hacia fuera como una pirata del Caribe y volvió a su bici, que se había calentado mucho con el sol porque había olvidado dejarla a la sombra.
Pedaleó veloz hacia el pueblo.
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El agua de la fuente estaba fresca. La encantaba jugar con ella y eso hizo.
–Te has mojado. Te van a pegar –dijo Paquito.
–A mí nadie me pega. ¿A ti sí? –contestó ella, más asombrada que enfadada.
–Yo no hago eso.
Scout empezó a echarle agua y a reírse como una loca. Él se asustó, protestó y terminó entregándose al acontecimiento. Calados hasta los huesos, se sentaron a la sombra de un muro blanco, uno al lado del otro, pero mirando al horizonte, como si no se conocieran.
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Croquetas, Scout se las comía de un bocado, y eso que tenían el tamaño de “pelotas de fraile”, según decía María (la mujer que la cuidaba) entre expansivas carcajadas. Scout creía que “pelotas” eran las de botar, y se reía con María, porque era gracioso imaginar a un fraile, con sus faldones, intentando controlar varias pelotas botadas al tiempo.
–¿Dónde metes lo que te comes?
–En la tripa –diría con las mejillas como peces globo, frotándose el peto, a punto de estallar en risas.
María era gorda, Scout era flaca. Las dos comían bien.
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Scout estaba tumbada sobre un montón de piedras angulosas mirando fijamente la pequeña entrada a otro montón de piedras que tenía delante. Olía a gato y a verano. Las piedras estaban tibias y pinchaban un poco.
Al cabo, salió una gata famélica, maullando como la trompeta en blues de Miles.
Scout se quedó quieta hasta que el animal se acercó. Empezó acariciándola y después intentó cogerla. La gata bufó, la arañó y escapó con un trotecillo, unos pasos más allá. Scout le dio un lametón a la sangre.
Se miraron, la gata y ella. La gata la miraba ahora como si acariciara ella a Scout. Se fue para el campo.
Maullidos diminutos... Asomaron unos gatitos, frágiles y preciosos, con sus huesitos frágiles y su pelo suave. Con sus uñitas enanas y sus ojos grandes. Con toda su preciosidad encima. Scout les hablaba y se reía.
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En la mansión abandonada estaba el viejo. Meditaba sobre si salir al jardín. Estaba de mal humor. Caminando impulsiva y torpemente, entró en la biblioteca. Se quedó un rato mirando sus libros. Salió de la sala, de la casa, sin nada, y se sentó en uno de los bancos de piedra del jardín.
Miró hacia el oscuro tejo, oscuro y peligroso, bello e imponente.
Vio las deportivas y los bajos del vaquero.
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Scout había pelado una larga rama de sauce y se hacía una pulsera, que luego tiraría a pesar de que le gustaba, porque las pulseras eran cosas de niñas. Se echó un poco para atrás por si aparecía el viejo.
¡Estaba ahí! Dejó de respirar unos segundos: la estaba mirando. El corazón le latía fuerte.
No se lo pensó más. Se encaramó a la rama, trepó hasta el tronco y saltó al interior del jardín.
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Con la mano apoyada en el sólido y rugoso tronco (intentando pelarlo también, distraída), miró al viejo. Él seguía contemplándola.
Scout se fijó en la tierra un rato. Había hormigas. Atareadas, como siempre. Cargando palitos, pedacitos del mundo mucho más pesados que sus propios cuerpos, como si fueran invencibles.
Miró a su amigo. Echó a andar hacia él. Se sentó a su lado, con las manos entrelazadas en el regazo y la expresión de “Aquí estamos”. Le miró de reojo. Él hizo lo mismo.
–¿Y el libro?
El viejo se levantó. Ella le siguió. Entraron en la casa, entraron en la biblioteca. Olía a madera, a papel y a tabaco. Olía muy bien.
Aquel verano Scout aprendió a leer.
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