viernes, marzo 19, 2010

PARA PAPÁS QUE SUFREN AUSENCIAS


LA CAJA
Hace sesenta años, que un niño muriese al nacer o que naciese muerto era algo habitual. Lo raro era llegar de una pieza, completo, vivo. La mujer paría con dolor extremo, como paren las bestias, y si algo salía mal nadie se andaba con contemplaciones, eran cosas de la vida; "Estaba de ser", decían las viejas. Si por medio andaban los curas, entonces había que rezar para que no hubiera complicaciones porque, si tocaba escoger, los curas siempre miraban antes por el hijo que por la madre. In dubio, pro orphanus. Históricamente, la mujer siempre ha sido para el clero un vehículo, lo que de verdad les importa es el pasajero y no el taxi. Todavía hoy algunos lo piensan.
Un domingo, hace unos años, en Peitieiros, mi tío Carlos me contó la situación terrible a la que se tuvieron que enfrentar sus padres, mis abuelos, poco después de haberse casado, mucho antes de nacer él. Pura Domínguez y Pepe Mirás contrajeron matrimonio jóvenes, sin dote, con el pasado sufrido, el presente justo, las habas contadas y el futuro incierto. Pero llenos de amor. Se me escapan las fechas pero así, a ojo, el casorio tuvo que celebrarse, más o menos -calculando la edad de mi padre y la de mis tíos- en medio de la Guerra Civil, con Franco sublevado y crecido a partes iguales.
Mirás era tranviario, corredor de campo a través e hijo de la Rusia Chica. Mirás era un rojo. Y Pura repartía pan y daba por bueno lo que hiciese su marido, aunque rezaba por los dos, no fuera a ser. Pero se querían. Cuando la abuela se quedó preñada por primera vez, a la pareja le invadió una mezcla de felicidad y vértigo. Eran años malos para traer gente a España. Mirás lo asumió como algo natural, como el curso lógico de los acontecmientos: desembarcaba otro paria en la tierra. Para Purita, que respetaba las ideas bocheviques de su marido pero que comulgaba doble, por si acaso, un hijo era un enviado de Dios.
Mi abuela no dejó de repartir en los nueve meses que tardó la criatura en crecer en su interior, de sol a sol, caminando hasta veinte kilómetros diarios con una cesta de pan sobre la cabeza. Hasta que llegó el día. Con las aguas rotas piernas abajo, Pura y Mirás se fueron apurados a la maternidad de Teis en el tranvía. Nunca he sabido realmente si el tranvía de Teis era el seis, como dice mi padre, o si eso es una rima premediatda que falta a la verdad; me da lo mismo. La partera le dijo a mi abuela que soplara, que empujase como si de ello dependiesen las mareas. Y Purita empujó tanto que casi se le va la vida por la boca; hubo que cerrar la ventana para que no hiciese corriente. Dios, que debería haber estado allí porque hacía falta, porque Dios siempre hace falta cuando nace un pobre, hizo dejación de funciones y abandonó a su suerte a mi abuela, a mi abuelo y a la criatura. "La niña está muerta, no hay nada que hacer", le dijo bruscamente la comadrona a mi abuelo que, detrás de una cortina, había empezado a pensar que un parto es chacinería inútil si no se escucha el llanto de un bebé. Mirás apretó la cabeza de su mujer contra su pecho y lloraron juntos las lágrimas más amargas jamás lloradas. Aun no habían tenido tiempo de tomar aire cuando la encargada de la maternidad le dijo a mi abuelo: "Tiene que llevarse el cuerpo y enterrarlo usted". No sé exactamente en qué año fue, pero sé sin duda que era Navidad porque alguien vació los higos secos de una caja de madera que había llegado a aquel paritorio precario y metió dentro el pequeño cuerpecito de mi tía muerta, amortajado con una toalla. Mientras mi abuela se quedaba allí, destrozada y sola por dentro y por fuera, Mirás se puso la caja debajo de un brazo, le dio un beso en la frente a Purita y se subió en marcha al 6 para llegar al cementerio lo antes posible. Lloró hacia adentro durante el trayecto y deseó haber creído en Dios para poder maldecirlo y llamarle hijo de la gran puta. Los demás pasajeros sólo vieron a un hombre flaco que llevaba un paquete, quizás un encargo; un regalo de Navidad. Nadie reparó en que, aquel día, la tragedia viajaba en tranvía. Ni tampoco en que Dios no estaba allí.

Nacho Mirás Fole

No hay comentarios: